sábado, 10 de octubre de 2009

TEORÍA DE LOS TRES TERCIOS

TEORÍA DE LOS TRES TERCIOS

Imaginemos que cada uno recibe una parcela abandonada de tierra llena de maleza. Sólo tenemos agua, alimentos, herramientas, pero ningún libro disponible, ningún viejo que sepa cómo se hace. Nos dan semillas, elementos de labranza y nos dicen: Van a tener que comer de lo que saquen de la tierra.
¿Qué es lo que haríamos para poder alimentarnos y alimentar a nuestros seres queridos?
Lo primero que haríamos sería desmalezar, preparar la tierra, removerla, airearla... y hacer surcos para sembrar.
Luego sembramos y esperamos ... Poniendo un tutor, cuidando que las plantitas se vayan haciendo grandes, protegiéndolas para, un buen día, cosechar.

La vida del ser humano es igual.
La vida del ser humano está dividida en tres tercios:

1 / Tercio de preparar el terreno
2 / Tercio de crecimiento o expansión
3 / Tercio de cosecha

¿Qué es el primer tercio?
Preparar el terreno equivale a la infancia y la adolescencia.
Durante estos períodos, lo que uno tiene que hacer en su vida es preparar el terreno, desmalezar, abonar, airear, preparar todo para la siembra.
¡Qué error sería querer cosechar antes de desmalezar! Cosecharíamos basura, no serviría para nada.

¿Qué es el segundo tercio?
El crecimiento o expansión equivale a la juventud y la adultez.
Habrá entonces que plantar la semilla, regarla, cuidarla, hacerla crecer. Este es el tercio de la siembra, del desarrollo.
¡Qué error sería desmalezar y seguir preparando el terreno cuando es el tiempo de sembrar!
¡Qué error sería querer cosechar cuando uno está sembrando!
No cosecharía nada. Cada cosa hay que hacerla en su tiempo.

¿Qué es el tercer tercio?
La cosecha equivale a la madurez.
¡Qué error sería en tiempo de cosecha querer seguir sembrando! ¡Qué error sería, cuando uno tiene que cosechar, ocuparse de hacer crecer y de engrandecer!
Porque éste es el tiempo de la recolección, la hora de recoger los frutos.
Y si no se cosecha en este tiempo, no se cosecha nunca.
¿Cuánto dura cada tercio?
Lógicamente, esto depende del tiempo que va a durar nuestra vida.
Cuando nuestros ancestros vivían entre treinta y cinco y cuarenta años, como promedio y con toda la suerte, entonces un tercio era trece años5. La juventud y la adultez se desarrollaban entre los doce y los dieciocho años, y la madurez se alcanzaba a los veinticinco.
Cuando a principios de siglo nacieron nuestros padres, la expectativa de vida era de sesenta años. Así, la duración de los tercios se fue modificando.

Cuando uno deja de ser un adolescente, les dice (o sería bueno que les dijera) a sus padres:
“A partir de ahora dedíquense a ustedes, porque de mí me ocupo yo.”

Uno tiene que aprender a hacerse cargo de sí mismo, aprender a responsabilizarse de uno, aprender la autodependencia.
Aquellos hijos que no terminan de deshacerse, que se quedan prendidos de los padres sin animarse a subir al trampolín y saltar, en parte lo hacen por una responsabilidad de los padres, que no supieron enseñarles a hacerlo, y en parte por una responsabilidad de ellos.
Los padres tendrán que mostrar a estos hijos, aunque sea tardíamente, que deben soltarse, que uno no está para siempre.
Con mucho amor y mucha ternura, estos padres deberán entornar la puerta y... pegarles una patada en el culo.
Porque en algún momento los padres tienen que aprender a hacer esto si es que los hijos no lo hacen.
Habitualmente, los hijos aprenden y se van solos... Pero si no lo hacen, lamentablemente, en beneficio de ellos y nuestro, será bueno empujarlos a que abandonen esa dependencia.

Estoy harto de ver y escuchar a padres de mucha edad que han generado pequeños ahorros o situaciones de seguridad con esfuerzo durante toda su vida para su vejez, y que hoy tienen que dilapidarlos a manos de hijos inútiles, inservibles y tarambanas, que además tienen actitudes exigentes respecto de los padres:

“Me tenés que ayudar porque sos mi papá...”
“Tenés que vender todo porque todo lo que tenés también es mío...”

Es hora de que los padres sepan las limitaciones que tiene esta historia de su deseo.
A veces uno puede ayudar a sus hijos porque quiere, y está muy bien. Pero hay que comprender que nuestra obligación terminó.

Qué importante sería ayudar a nuestros hijos a transitar espacios de libertad.
Qué importante sería ayudarlos hasta que ellos sean adultos, y después...
Q. S. J.
¿Qué quiere decir Q. S. J.?
Que se jodan.
Y si no han sabido administrar lo que les dejaron, y si no han podido vivir con lo que obtuvieron, y si no saben cómo hacer para ganarse la plata que quieren, díganles que pasen a buscar un sándwich cada mañana...
La historia de generar la dependencia infinita es siniestra.
Me parece a mí que hay un momento para devolver a los hijos la responsabilidad que tienen sobre sus propias vidas, y que uno tiene que quedarse afuera, ayudando lo que quiera, hasta donde quiera y hasta donde sea conveniente ayudar.
A veces no es conveniente ayudar todo lo que uno puede, al máximo, arruinándose la propia vida para ayudarlos a ellos.
Me parece que no.
A mí me encantaría saber que mis hijos van a poder manejarse cuando yo no esté. Me encantaría. Y por eso quiero que lo hagan antes que me muera, para verlo.
Para que pueda, en todo caso, morirme tranquilo, con la sensación de la tarea cumplida.

Una vez, caminando por la Rambla, encontré en una librería de viejo (unas de esas librerías que venden libros usados, viejos y discontinuados) un libro titulado: Crecer jugando, de una escritora marplatense que, creo recordar, se llama Inés Barredo. Lo compré porque leí las dos primeras páginas y me pareció espectacular (confieso que el resto del libro no me pareció tan espectacular, pero ese comienzo me marcó). Fue como eso de estar preparado para que algo suceda y sucede justo cuando uno está preparado.
El libro decía algo así: Cuando cumplí 9 años estaba muy preocupada por saber cuál era el cambio que se iba a producir en mi cuerpo entre los 8 y los 9. Así que me levanté temprano el día de mi cumpleaños para ir corriendo al espejo y ver cómo había cambiado. Y me sorprendí porque no había cambiado nada, fue una gran defraudación. De modo que fui a preguntarle a mi mamá a qué hora había nacido yo y ella me informó que había nacido a las cuatro y veinte. Así fue que desde las cuatro hasta las cinco me quedé clavada frente al espejo mirándome para que se operara el cambio de los 8 a los 9, pero el cambio no se produjo. Concluí entonces que quizás no habría cambio de los 8 a los 9, quizás el cambio sucediera de los 9 a los 10. Entonces esperé ansiosamente un año. Y la noche anterior al día que iba a cumplir 10, me quedé despierta; no dormí ni un poquito y me quedé frente al espejo para ver cómo amanecía. Y no noté nada. Empecé a pensar que la gente no crecía, y que todo eso era mentira, pero... Veía las fotos de mi mamá cuando era chica, y eso quería decir que ella había sido como yo alguna vez y se había vuelto grande. Y entonces, no podía explicarme cuándo sucedería ese cambio. Hasta que un día —dice la autora en la segunda página de su libro— me di cuenta de cuál era el secreto. Cuando yo cumplí nueve años, no dejé de tener ocho; cuando yo cumplí diez años, no dejé de tener nueve; cuando cumplimos quince, tenemos catorce, y doce, y once, y diez, y nueve, y ocho, y cinco, y... Cuando cumplimos setenta, tenemos sesenta y cincuenta, y cuarenta, y doce, y cinco, y tres, y uno.

Cómo no conservar actitudes de aquellos que fuimos —digo yo— si en realidad siguen viviendo adentro de nosotros.
Seguimos siendo los adolescentes que fuimos, los niños que fuimos, los bebés que fuimos.
Anidan en nosotros los niños que alguna vez fuimos. Pero...
Estos niños pueden hacernos dependientes.
Este niño aparece y se adueña de mi personalidad:
Porque estoy asustado,
porque algo me pasa,
porque tengo una preocupación,
porque tengo miedo,
porque me perdí,
porque me perdí de mi vida...

Cuando esto sucede, la única solución es que alguien, un adulto, se haga cargo de mí. Por eso es que no creo en la independencia.
Porque no puedo negar ese niño que vive en mí.
Porque no creo que ese niño, en verdad, se pueda hacer cargo de sí mismo.
Creo, sí, que también hay un adulto en nosotros cuando somos adultos.
Él, y no otro adulto, se hará cargo del niño que hay en mí.
Esto es autodependencia.

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