sábado, 10 de octubre de 2009

CAPÍTULO 2. ORIGEN

CAPÍTULO 2. ORIGEN

El bebé humano recién nacido es el ser vivo más frágil, dependiente y vulnerable que existe en la creación. Cualquier otra criatura viva, desde los unicelulares hasta los animales más avanzados, tiene una pequeña posibilidad de sobrevida cuando nace si no está la mamá o el papá para hacerse cargo.

Desde los insectos, que son absolutamente autodependientes cuando nacen, hasta los mamíferos más desarrollados, que a las pocas horas de nacer pueden ponerse en pie y buscar la teta de la propia madre o caminar hasta encontrar otra, todos tienen una posibilidad, aunque sea una en mil.

Las tortugas de mar desovan fuera del agua. Las madres recorren con enorme dificultad y torpeza doscientos metros por la playa, ponen centenares de huevos entre la arena y se van. Cuando las tortuguitas nacen, muchas se pierden intentando llegar hasta el agua, son devoradas por las aves y los reptiles o se calcinan al sol... Sólo una o dos de cada mil sobrevive.

Un bebé humano no tiene ni siquiera una posibilidad en un millón, es absolutamente dependiente.

La solución que la naturaleza encontró para resolver esta dependencia absoluta de los humanos fue crear una relación donde difícilmente los padres puedan abandonar a los hijos. El instinto o el amor (prefiero pensar en el amor) nos lleva a sentir a estos “cachorros” como parte de nosotros; dejarlos sería una mutilación, sería como decidir renunciar a una parte de nuestro propio cuerpo.

Esto protege a los bebés humanos recién nacidos del abandono de los padres y asegura que haya alguien a su cuidado.

Pero este mecanismo no sólo aporta seguridad, también genera problemas.

Cuando un hombre y una mujer deciden transformarse en una familia teniendo un hijo, están estableciendo una responsabilidad respecto de lo que sigue, pero además están generando un irremediable conflicto que deberán resolver.

Están decidiendo traer al mundo un ser vivo al que sentirán como si fuera una prolongación suya, literalmente, sabiendo a la vez que esa cría será un ser íntegro y separado del vínculo de la pareja que prepara desde su nacimiento su partida.

A los padres esto no nos resulta nada fácil. Porque nunca es fácil ser el carcelero y el libertador. No se quiere a un hijo como se quiere a los otros. Con Claudia me pasan cosas que con el resto de las personas no me pasan. No sólo la quiero más que a nadie en el mundo, sino que la quiero de una manera diferente, como si fuera una parte de mí.

Los hijos son en muchos sentidos una excepción.

Esta sensación de que el otro es una prolongación mía puede ser muy buena para ese bebé en los primeros tiempos, motivándome a cuidarlo y protegerlo; porque en realidad el hijo fue concebido desde los deseos de los padres y por lo tanto la decisión es producto de una vivencia bastante autorreferencial.

Un día, a los trece años, el otro de mis amores, mi hijo Demián, pesca en casa un libro de psicología y se pone a leerlo. Entonces viene y me dice:

“Papi, ¿es verdad que los hijos somos producto de una insatisfacción de los padres?”...

Cuando Demián me hizo esta pregunta, yo me di cuenta que el libro tenía razón. Porque si uno estuviera totalmente satisfecho con su vida, si todo lo que tiene fuera suficiente, si uno no sintiera el deseo de trascender teniendo hijos o el deseo de realizarse como padre y como familia, si uno no tuviera ese deseo personal... entonces, no tendría hijos.

Es este deseo insatisfecho —educado, pautado cultural o personalmente— lo que nos motiva a tener hijos.

Los hijos nacen por una decisión y un deseo nuestros, no por un deseo de ellos. Por eso, cuando los adolescentes se enojan y nos dicen: “Yo no te pedí nacer”, parece una estupidez, pero es la verdad.

La vivencia de ser uno con los hijos puede, como dije, tener una función positiva para ellos durante los primeros años de vida, pero es nefasta para su futuro. Porque el niño recibe esto, percibe que es tratado como si fuera un pedazo de otro, pero no siente que lo sea.

Y a los padres nos cuesta.

Queremos retenerlos, eternizar el cordón que los une a nosotros.

Contamos para eso con la experiencia, el poder, la fuerza, el dinero y, sobre todo, el saber.

Porque siempre creemos que sabemos más que ellos.

—Papi... papi... Estuve con Huguito, que viene de pelearse con su papá...

—¿Y por qué se peleó con su papá?

—Porque el papá de Huguito dice que él sabe más que Huguito...

—Sí... hijo. El papá de Huguito sabe más que Huguito.

—¿Y cómo sabés vos, si no lo conocés al papá de Huguito?

—Bueno, porque es el padre, hijo, y el padre sabe más que el hijo.

—¿Y por qué sabe más que el hijo?

—Y... ¡porque es el papá!

—¿Qué tiene que ver?

—Bueno, hijo, el papá ha vivido más años... ha leído más... ha estudiado más... Entonces sabe más que el hijo.

—Ah... ¿Y vos sabés más que yo?

—Sí.

—¿Y todos los padres saben más que los hijos?

—Sí.

—¿Y siempre es así?

—Sí.

—¿Y siempre va a ser así?

—Sí, hijo, ¡siempre va a ser así!

—¿Y la mamá de Martita sabe más que Martita?

—Sí, hijo. La mamá de Martita sabe más que Martita...

—Decime papá, ¿quién inventó el teléfono?

El padre lo mira con suficiencia y le dice:

—El teléfono, hijo, lo inventó Alexander Graham Bell.

—¿Y por qué no lo inventó el padre de él que sabía más?

¿Será cierto que sabemos más que nuestros hijos?

A veces sí y a veces no.

En el mejor de los casos, intentamos capacitar a nuestros hijos para entrenarlos a resolver problemas que nunca van a tener. Porque van a tener otros... ¡que nosotros ni siquiera pudimos imaginar!

Los padres no vamos a vivir en el mundo de nuestros hijos. Nosotros hemos vivido en el nuestro.

Las enseñanzas que nos daban nuestros padres y las que nuestros abuelos les daban a ellos servían porque el mundo era más o menos parecido. El mundo en el que vivieron mis tatarabuelos era muy parecido al mundo en el que vivieron mis bisabuelos.

Lo que mi tatarabuelo había aprendido a mi bisabuelo le servía. Lo que mi abuelo aprendió le sirvió más o menos a mi papá. Lo que mi papá aprendió a mí me sirvió bastante. Pero lo que yo aprendí a mi hijo le va a servir muy poco.

Y quizás, lo que mi hijo aprenda a mi nieto no le sirva para nada...

Suceden cosas muy interesantes en el mundo en el que vivimos.

Como dice mi mamá, “los chicos vienen cada vez más inteligentes”. Y es verdad.

Hace treinta años, en neonatología los índices de ma-duración normales del bebé para el sostenimiento de la cabeza oscilaban entre los ocho y los diez días. Hoy la mayoría de los bebés nace pudiendo sostener la cabeza.

Los chicos nacen más maduros, a las tres semanas de vida tienen reflejos que antes aparecían a los dos o tres meses. Tienen una capacidad de aprendizaje que nosotros, cuando nacimos hace cincuenta años, no teníamos porque era normal no tenerla.

Cuando llevo a mi sobrinito de cinco años a las máquinas de videojuegos en Mar del Plata, entra al salón y dice:

—¡Uy, una máquina nueva!

Entonces compra tres fichas, pone una, juega un poquito y pierde enseguida. Yo le digo:

—¿Perdiste?

—Sí, sí, esperá un poquito.

Pone otra, y a la tercera ficha sabe jugar. Pero sabe jugar absolutamente. ¿Cómo aprendió?

No se sabe.

—¿Y? ¿Cómo es? —le pregunto.

—Yo soy ese petiso de barba con el hacha en la mano, si aprieto este botón tira unos rayos y tengo que salvar a la princesa...

Yo estuve al lado suyo viendo cómo él aprendía ¡y no entendí NADA de lo que hacía!

Entonces juego con él y me dice:

—¡Me estás pegando a mí, boludo!

No hay caso, por mucho que me esmero no entiendo nada.

Sienten a sus hijos en la computadora y van a ver cómo en diez minutos aprenden lo que a nosotros nos costó diez semanas darnos cuenta.

Ingenuamente, los padres siempre creemos que sabemos más acerca de las cosas que les convienen a nuestros hijos, qué es lo mejor para ellos.

A veces es cierto, pero no siempre.

Más allá de la estimulación, el material genético transmitido de padres a hijos también lleva información de aprendizaje.

Una parte del conocimiento adquirido en la vida se transmite a los hijos. Este material genético heredado conlleva información adicional que el hijo no tenía.

Ahora es como un enano subido a los hombros de un gigante. Es un enano, pero ve más lejos.

Nosotros aprendimos que la sabiduría no era dar pescado, sino enseñar a pescar. Esto no existe más, es antiguo.

Hoy en día si le enseño a pescar y le regalo la caña, quizás se muera de hambre, porque cuando sea gran-de no habrá un solo pez que se pesque con esta caña que le regalé.

Sin embargo, algo puedo hacer por él.

Puedo enseñarle a ser capaz de crear su propia caña, su propia red. Puedo sugerirle a mi hijo que diseñe su propia modalidad de pescar. Para eso tengo que admitir con humildad que la enseñanza de cómo yo pescaba no le va a servir más.

Nuestros hijos van a tener problemas

que nosotros nunca tuvimos.

Esta incapacidad de los padres para entrenar a sus hijos en los problemas que van a tener se fue instituyendo en el mundo durante el siglo XX y motivó gran parte de los problemas de la relación entre padres e hijos.

Hacia fines de siglo, la psicología al servicio de la gente prácticamente no existía, pero sí la pedagogía, que es la ciencia de la educación.

Sobre las relaciones de las parejas con sus hijos, en un congreso sobre pedagogía y matrimonio realizado en Francia en el año 1894, uno de los conferenciantes expone que sobre finales del siglo XIX las parejas con hijos se encuentran tan inseguras de sí mismas y viven con tanto miedo al futuro que tienden a proteger a sus hijos de los problemas que puedan tener. Pero esa tendencia es muy peligrosa, porque si los padres hacen esto, si protegen a los hijos de todos los peligros, los hijos nunca van a aprender a resolver los problemas por sí mismos. Como consecuencia, si esto sigue así —concluye el pedagogo— hacia fin del siglo XX tendremos un montón de adultos con infancias y adolescencias maravillosas, pero adulteces penosas y terribles.

Este pronóstico, concebido hace más de cien años, es exacto.

Los padres, sobre todo los de la segunda mitad del siglo XX, hemos desarrollado una conducta demasiado cuidadosa y protectora de nuestros hijos que, lejos de capacitarlos para que resuelvan sus conflictos y dificultades, ha conseguido que tengan una infancia y una adolescencia llenas de facilidades, pero que no necesariamente es una buena ayuda para que ellos aprendan a resolver sus problemas.

Más allá de todas las faltas, nosotros, los que ya pasamos los cuarenta, tenemos un mérito, les hemos dado a nuestros hijos algo novedoso: les hemos permitido la rebeldía.

Nosotros venimos de una estructura familiar donde no se nos permitía ser rebeldes.

Mi viejo, amoroso, y mi vieja, divina, decían: “Callate, mocoso”. Y la frase aprendida que justificaba su actitud era: “Cuando vos tengas tu casa harás lo que quieras, acá mando yo”. En cambio, lo primero que mis hijos aprendieron a decir antes de decir “papá” fue: “¿Y por qué?”

Cuestionaban todo. Y siguen cuestionando.

Nosotros les enseñamos esta rebeldía.

Esta rebeldía es la causante de gran parte del cambio, de la incertidumbre, pero también de la posibilidad de salvarse de nosotros. Salvarse de nuestra manía de querer encajarles nuestra manera de ver las cosas.

Ellos se van a salvar por medio de la rebeldía que ellos no se ganaron, nosotros se la enseñamos.

Ese es nuestro gran mérito. Y esto va a cambiar el mundo.

Más o menos rebelde cuando crezco, en algún momento entre los veinte y los veintisiete años me doy cuenta que no voy a tener para siempre una mamá que me dé de comer, un papá que me cuide, una persona que decida por mí...

Me doy cuenta que no me queda más remedio que hacerme cargo de mí mismo. Me doy cuenta que tengo que dejar el origen de todo...

Separarme de la pareja de mis padres y dejar la casa, ese lugar de seguridad y protección.

Cuando nosotros éramos chicos, la adolescencia empezaba a los trece y terminaba a los veintidós. Hoy, la adolescencia comienza entre los diez y los doce y termina... entre los veinticinco y los veintisiete. (Pobrecitos... ¡quince años de adolescencia!)

La adolescencia es un lugar maravilloso en muchos aspectos, pero también es una etapa de sufrimiento.

Sobre el misterio de la prolongación de la adolescencia cualquier idiota tiene una teoría. Yo también. Así que voy a contar la mía.

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